Para Oscar Noboa Haugland.
28 de febrero de 2025.
El niño nació con una cabeza tan grande que parecía un hongo, pura cabeza, y el cuerpito esmirriado como si fuera el tallo.
Cuando sus papas volvieron del sanatorio, colocaron al bebe en un moisés, una gran canasta recubierta por varios listones de bolados de tul blancos. Parecía una torta de merengue exageradamente reposteada, o un vestido de novia con miriñaque.
Tenían una hija mayor, de dos años, y vivían con los abuelos maternos, en un oscuro caserón de catorce habitaciones.
Cuando el abuelo vio al niño, quedó horrorizado.
“Este bebé tiene hidrocefalia”, le dijo a su hija. “Tenes que llevarlo a un pediatra, es muy grave”.
Esa noche, la mama desconsolada le dio de mamar a su bebe, acariciándole su gran cabeza. Lo acomodó en el moisés, bajo un crucifijo de plata, dejó prendida una lamparilla, y apurada, fue al contiguo comedor diario a cenar con la familia. La nena, que era el centro de todas las atenciones, había sufrido mucho la ausencia de la mama..
Mientras tomaban la sopa, escucharon un estruendo que venia del dormitorio, donde había quedado el bebe. Todos se precipitaron. Encontraron el moises dado vuelta y un silencio sepulcral. Ni llanto, ni quejido. ¿Habría muerto?
Había desaparecido. Lo buscaron debajo de la cama, debajo de los roperos, detrás de las cortinas, y nada. Hasta que la abuela dio vuelta el moisés y allí estaba, boca arriba, con los ojos bien abiertos, el ceño fruncido, chupándose el dedo. Se había parado, quería ver dónde estaba, y el peso de su cabezota desestabilizó el moisés. Se lo puso de sombrero.
Al final no tenia hidrocefalia. Cuando empezó a aprender a caminar, su cabezota lo desequilibraba. Porrazo tras porrazo, siempre caía de cabeza, así que tenia la frente llena de chichones verdes y azules que después se ponían marrones, lo que aumentaba el volumen de su craneo.
El abuelo apareció con una chichonera, un casco que le protegía la frente, las sienes y la nuca con una vincha gruesa de cuero, sujetada con tientos sobre la cabeza, y amarrada con dos correas de cuero abrochadas con una hebilla bajo el mentón. Parecía uno de aquellos aviadores de los primeros aeroplanos.
El abuelo le decía Falito, lo que provocaba sonrisas socarronas entre sus tíos y primos adolescentes.
“Falito agarrate de los muebles, no te sigas cayendo, vas a quedar tarambana”, le advertía el viejo, que mucho lo quería.
Cuando aprendió a caminar, le sacaron la chichonera, pero siguió dandole trabajo a su mamá, que se convirtió en experta en tratar chichones, aplicándoles manteca y apretándolos con el revés de una cuchara.
Los porrazos y los chichones no detuvieron a Falito, que corría cada vez más rápido, se trepaba a los muebles y se colgaba de las cortinas. Un primo le enseño a servirse de la amplia base de su cabezota para elevar su cuerpo de alfeñique, y equilibrarlo con sus dos brazos raquíticos, formando un triangulo con su marote. ¡Falito se paraba, de cabeza!
La mama quedó embarazada de nuevo, para consternación de la abuela y desesperación de la hermana mayor. Se quedó sin leche, así que Falito tuvo que acostumbrarse a la mamadera, las sopas licuadas, los purés, la banana pisada con azúcar.
Los papas decidieron mudarse solos. Su familia crecía y la casa del abuelo estaba llena de viejos, la bisabuela italiana, dos tías abuelas solteras, una empleada artrítica y un limpiador en ángulo recto con las vertebras trancadas.
Y los abuelos se metían en todo. El abuelo desvelado por los chichones de Falito, siempre inventando nuevas protecciones y tratamientos. La abuela chismosa, que se las arreglaba para pasar por el cuarto de su hija cuando ya estaba acostada con su marido. Las tías viejas que no habían tenido descendencia, malcriaban a los niños.
Alquilaron un pequeño apartamento en un segundo piso, de cuatro dormitorios separados por un corredor, baño con bañera y un living comedor que tenia una ventanilla corrediza por donde la cocinera podía pasar las fuentes durante las comidas.
No le dijeron más Falito, lo apodaron Falucho. Y le dieron el mejor dormitorio, el que daba a la calle, con vista a una gigantesca iglesia, con una torre tan alta que Falucho pensaba que llegaba al cielo, y a una placita con gramilla.
Lo que mas le gustaba de la nueva casa era la ventana de su cuarto. Pasaba horas fascinado mirando el Mundo, es decir los automóviles que pasaban por la calle, la gente que caminaba por las veredas, un viejo cascarrabias con cara de malo que pasaba de vez en cuando arrastrando su larga sotana negra debajo de su ventana, los gorriones, las palomas, alguna gaviota extraviada, los frondosos plátanos con sus pelotillas llenas de pelusas, los perros que meaban en sus troncos y cagaban contra el muro de la iglesia.
Si miraba para la izquierda, veía la placita, frente a la iglesia, donde un gigante desnudo llevaba una enorme piedra sobre su hombro derecho, inmóvil. Falucho lo compadecía por el peso de la piedra, lo saludaba al despertarse todas las mañanas, y se preocupaba si llovía o hacia frio. Quería conocerlo.
Se desilusionó cuando su papa le dijo que no era un hombre, que era un pedazo de piedra al que un artista había dado forma, a martillazos. Y lo llevó a la placita, lo alzó lo más alto que pudo, y Falucho lo tocó. Era cierto. Estaba tan frio como el lavatorio del baño.
Si miraba para la derecha, la muralla sucia de la iglesia iba creciendo y sus muros tapaban el cielo. Aunque no la veía, sabia que en la esquina de su casa, estaba la peluquería a la que su papa lo llevaba para que lo raparan y le dejaran solo un jopo ridículo, como si fuera la manija de su enorme cabeza.
El día mas emocionante de la semana era el domingo, y la mejor hora, el mediodía. Una enorme multitud se apretaba delante del gigantesco edificio, al que se iban introduciendo de a poco, hasta que desaparecían. La mole de piedra se los tragaba. Falucho se preguntaba que hacia toda esa gente junta metida en ese esa caverna. Tendría que averiguarlo, se dijo.
Siempre quedaban afuera algunos señores y muchachos, junto a las puertas enormes. Algunos fumaban. Falucho pensaba que ya no habría más lugar adentro, o que les daba miedo entrar.
Le emocionaba ver tanta gente junta. Señores y señoras como sus papas, viejos como sus abuelos, chicas y chicos más grandes que él. Su mama iba a la gruta, pero nunca le dijo para qué. Iba más temprano, para aprontar el almuerzo.
Le llamaba la atención que cuando su mama pasaba frente a la mole, se tocaba la frente y el pecho y se daba un beso en la uña el pulgar. Cuando le preguntaba sobre estos misterios, la mama respondía siempre lo mismo.
“Falucho, tu sos muy chiquito, tené paciencia, un dia lo sabrás”. Porque la mama siempre estaba nerviosa, apurada, atareada con la exigente hermana mayor, y ahora con otro bebe, una niñita gordita, peluda y oscurita.
Falucho quería formar parte del Mundo. Imaginaba cómo debía sentirse tanta gente junta, mirándose los unos a los otros, conversando entre sí, riéndose, contando quien sabe cuantos cuentos interesantes. Esa gente se divertía, no como él, encerrado acá arriba, con una hermana que lo mandoneaba, otra que lloraba y una mama siempre cansada.
Así que un domingo, mientras su papa iba a comprar el pan y la mamá con una hija agarrada de sus polleras y la otra asegurada en un andador, Falucho se dijo: “Ahora o nunca”.
Sin hacer ruido, abrió la puerta de calle y la cerró con cuidado, bajó los dos pisos por la escalera y salió a la calle. Cruzó hacia la gran construcción de piedra y se paseó entre la gente, mirándoles las caras, para arriba, desde sus tres años.Esperaba verles expresiones de admiración, de ver a un chico tan chico como él, solo como un grande.
De pronto vio al diariero, que todas las noche llevaba El Plata a su casa, ofreciendo sus diarios a los gritos. Lo evitó. Tenia miedo que lo viera y lo llevara a su casa de una oreja.
Cuando iba a explorar el interior de la caverna, el enorme espacio oscuro que vio a través de las grandes puertas abiertas, lo intimidó. No se animó a entrar. Ademas la gente empezaba a salir. Y él debía volver a su casa, antes que descubrieran que no estaba, o lo viera el diariero.
Apuró el paso y cuando iba cruzando la calle escuchó un chirrido que le puso la piel de gallina, un gigantesco auto negro se le venia encima. Después no vio más nada. Había volado por los aires y, como siempre, había caído de cabeza Casi se la aplasta una rueda del auto, que se detuvo a pocos centímetros. Casi, casi.
El conductor se bajó con los ojos desorbitados, emitiendo aullidos de pavor y agitando sus brazos como un desaforado. Falucho se vio rodeado de hombres y mujeres de caras compungidas. Sintió dos manos fuertes que lo tomaron de los hombros y vio dos brazos peludos fuera de una camisa remangada que lo elevaron al cielo. Un señor pelado y con papada lo examinaba, le abría con sus dedos gordos los párpados, le miraba dentro de la boca, y puso su orejota en el pechito de Falucho.
-No tiene nada. Milagro del Bautista. Este chico nació de nuevo. ¿Donde están sus padres?
El que lo tenia en brazos dijo “los conozco, sé donde viven, les llevo al botija”. Falucho miro hacia arriba, y vio la cara del diariero.
Cuando avanzaban hacia su edificio, tuvo miedo, sabia que se la iba a ligar, trató de convencerlo que vivía en el edificio de al lado.
-Se muy bien donde vivis, nene.
Cuando llegaron al primer piso, le señaló una puerta y le dijo que esa era su casa.
-No trates de engañarme mocoso, alli viven los Carton.
Falucho imaginó una familia de muñecos recortados en cartón, en bombachas y calzoncillos, como los que su hermana vestía con ropa de papel, ajustada en las espaldas con lenguas blancas.
Cuando lo entregó a sus padres, que ya llamaba por teléfono a la policía, y les dijo lo sucedido, la mama se desmayó. El papá se lo devolvió al diariero y se ocupó de reanimar a su esposa con un frasco de agua de Colonia. Cuando la mamá se repuso, el papá, se volvió hacia Falucho hecho una furia, con la cara desencajada, se lo arrancó de los brazos al diariero y lo sacudió con fuerza.
-“Como se te ocurre escaparte de casa, pedazo de desobediente. ¿Estas loco? Sos un sinvergüenza, ¡sabandija!. Podrías estar muerto”.
Lo pusieron en penitencia en su cuarto, pero Falucho estaba contento. Había entrado al Mundo, solo.
A partir de ese día, los papas dejaron la puerta de calle cerrada con llave, que escondían en un lugar secreto. Lo vigilaban día y noche. Y Falucho tuvo que soportar largos sermones. No debía ser ansioso, tenia que tener paciencia, ir entrando al Mundo de a poco, vivir la vida sin prisa, no ser atropellado. Tenia que aprender a esperar, porque en la vida todo llega.
La mama se comprometió a explicarle todo, a contestar a todas sus preguntas. Su papa le prometió que lo llevaría a conocer la iglesia, el colegio de la hermana mayor, el estadio, el cine, el corso del Carnaval, los tablados, la playa, el campo, los caballos, el zoológico, todo lo que quisiera conocer.
Falucho nunca logró corregirse, no pudo con su carácter. Siempre, toda su vida, fue curioso, ansioso, impulsivo, atropellado, y siguió llenándose de chichones, ya no en la frente, chichones de la vida.