El obispo y el patibulario

Anonimo campestre

(eyes only – prohibido compartir).

Fueron cinco años de trabajo, de ensayo y error, podría decir también de engaños. La chacrita de 7 hectáreas que compré estaba cubierta de chircales y cardales, con pedazos de alambre y basura tirados por doquier. El rancho de ladrillos y terrón, con techo de paja, no tenia electricidad, y el agua se extraía de un aljibe debajo de un frondoso paraíso. Transformé un galpón de bloques y techo de zinc en una cocina y en un dormitorio y baño, para el peón.

Durante los primeros años, planté moah y un poco de maíz, compré una vaca, le puse Clarita la de los lindos ojos, pero el mal estado de los alambrados permitía que las vacas del vecino, un viejo avaro, se metieran a comer. El paisano que me plantaba resultó ser un pillo, que terminaba cobrando mas de lo presupuestado, se llevaba semilla y gasoil. Lo mismo otro veterano que me hizo el cielo raso y la pared de separación del galpón de bloques. Decía que era albañil, un chanta. A joder al montevideano, parecía ser la consigna del pago.

Arrendé un pedazo de campo a otro lindero, un muchacho grandote de pelo rubio encaracolado, tímido y honesto. Compré varias vaquillonas, y de nuevo plante maíz. Me lo seguían comiendo, ahora los jabalíes que venían del monte. Todo mal. Pero no me desanimé.

Me había enamorado del campito, de sus arboles añejos, del arroyito del fondo cubierto de monte tupido, de la yegua y los dos caballos que le compré a un gaucho que proveía de equinos a los carritos de Montevideo. En realidad, era hijo de un taxista de la ciudad de la Costa, pero tras casarse con la hija de un ganadero, se convirtió en un verdadero gaucho, en el hablar, en el vestir, en el montar.

Todos los vendedores de caballos le dicen a uno lo mismo, que a éste lo domé yo mismo para cuando yo sea viejo, que esa yegua es la preferida de mi hija, la que monta en los desfiles gauchos…, y yo terminaba pagándoles los sobreprecios afectivos.

Nunca supe hacer negocios, regatear, darle importancia a la plata. Será porque en la casa de mis padres no se hablaba de dinero. Se lo trataba como algo sucio, pecaminoso, como un incordio.

Y compré un cachorro de cimarrón a un montevideano que los criaba, en el barrio de Atahualpa. Un perrito compañero y juguetón. Se convirtió en un ejemplar magnifico, patriarca de tres generaciones. Su nieto aún esta conmigo.

Nos hicimos muy amigos con el peón, tomábamos mate juntos, asábamos carne y chorizos sobre una rastra vieja. Le compré una motito de fabricación India para sus idas y venidas al pueblo.

Hasta que mi vecino lindero, el avaro, se murió intentando ahuyentar a un intruso de sus tierras. Salió de su casita blanca de techo bombé gritando y agitando los brazos, corrió por los chircales y lo fulminó un infarto. Al día siguiente mi peón vio surgir las puntas de un par de botas entre los cardos, calzándolas encontró al vecino.

Sus hijos se desinteresaron de la chacra. Se las compré y devolví el pedazo arrendado.

Un tambero amigo me decía que con los paisanos del pago comentaban el disparate que había pagado el montevideano (yo). Pero diez años después me dijo que se admiraban del negoción que resultó mi compra. Cuando compré, el campo no valía nada, y en el nuevo milenio, con la llegada de los agricultores argentinos, se apreció una barbaridad. No tuve nada que ver.

Por razones de trabajo, en 2003 tuve que irme al extranjero. Entonces arrendé mis mejores hectáreas a dos hermanos paperos. Porque la papa precisa un gran trabajo de tierra. Las dejaron como una mesa de billar. Además, le tienen que echar mucho guano, como todavía le dicen al fertilizante. La idea era, después, plantar praderas y hacer invernada, engordar vaquillonas.

Así fue que hice alambrar todo el perímetro de la chacra con un gaucho honesto y trabajador, el Chirola. A mi regreso, en 2006, hice armar una manga y un embarcadero, cercados por un corral para trabajar con el ganado, y contraté a un viejo sinvergüenza para que con su cuadrilla me armaran los potreros con tendidos de alambre eléctrico. Otro que me jodió. Yo pagaba y nunca más. Ni los buenos días.

Me aconsejaba el hijo de un intimo amigo ya fallecido, que había crecido en el campo. Su padre había estudiado en La Estanzuela de técnico agrario y desposado a una rica heredera de una familia de estancieros. Para que tengan una idea, una tía de la esposa le regaló 2.000 hectáreas de las mejores tierras de Florida en ocasión de la boda.

El hijo de mi amigo se convirtió en un excelente ingeniero agrónomo, heredó la estancia de su padre y trabajó para grandes agricultores argentinos en las ricas tierras de Soriano y Rio Negro.

Para comprar mis primeras terneras, este muchacho me puso en contacto con el escritorio rural de Florida con el que siempre trabajó su padre. Me conseguirían unas pocas decenas de terneras y después se encargarían de venderlas, ya vaquillonas, pesadas. Me mandaron a un paisano simpático, bien informado y aficionado a la literatura. Gustavo, de Sarandí Grande. Nos hicimos amigos, intercambiamos libros, me rellenaba las guías para la venta del ganado, me conseguía los fletes. Y ademas, era un conversador inteligente. Una buena compañía.

Hasta que un día, en su lugar, llegó un señor en un gran Toyota 4×4, de sombrero Panama, pantalón beige, mocasines, camisa blanca y campera azul. Se presentó. Era el dueño del escritorio, un cincuentón suave, amable, impecable. También se llamaba Gustavo.

Me dijo que el otro Gustavo no trabajaba más para su escritorio. Lo había despedido. No me dijo por qué y yo tampoco le pregunté. Me aseguró que me mandaría otros muchachos para ocuparse de la compraventa de ganado. Me llamó la atención que entrara al corral donde tenia encerradas a las vaquillonas, que se metiera entre los bichos, que pisara bosta, y nos ayudara a meterlos en el tubo. Sus finos modales desentonaban con el arreo del ganado.

Me dio mucha pena no ver más a Gustavo, el otro. Habíamos recorrido cientos de kilómetros juntos, para visitar estancias y comprar ganado, siempre entretenidos, conversando. Me había llevado a conocer su pueblo y la estatua del puma con un solo huevo, al lado de una india, obra de Zorrilla de San Martín.

Al hijo de mi amigo le comenté lo ocurrido.

-“Ah Gustavo, buenísima gente, muy amigo de papá, fue el fundador de los grupos CREA de Florida”.

Los CREA son grupos de estancieros, que intercambian conocimientos y técnicas para mejorar su producción. Gustavo además del escritorio tenia estancias, era un ganadero moderno.

Mi finado amigo, por el contrario, había sido un estanciero cimarrón, nunca plantó una pradera, solo mejoró algún potrero tirando semillas al boleo. Su hijo se reía de la tacañería de su papá. Se lo atribuía al carácter de los pequeños burgueses montevideanos. Más que tacaños somos austeros, o nos falta imaginación para gastar el dinero.

Mi amigo siempre compró y vendió ganado a través del escritorio de Gustavo, no decenas como yo, miles. Y éste le reinvertía el dinero sobrante y le pagaba intereses. El escritorio era también una financiera.

De vez en cuando, si precisaba los servicios del escritorio, era Gustavo el que aparecía por casa en lugar de su empleado. Y me llevaba a las estancias en su gran camioneta. Me contaba de sus peregrinaciones a Tierra Santa, de los negocios de los uruguayos en Paraguay, tanto en el campo como en la construcción de torres. Me decía que ya no valían la pena, por la inflación en las coimas. Nunca me habló de sus otros negocios, y yo no le pregunté tampoco.

Su futuro yerno empezó a ocuparse de mi magra cartera ganadera. Un tipo macanudo, sencillo, de campo, pintún, de buen gusto en el vestir. Estaba de novio con una de las hijas de Gustavo.

Se venia desde Florida para seleccionar mis 20 vaquillas para la venta, siempre de buen humor, cálido, servicial. A veces llegaba tan temprano, que dormitaba dentro de su camioneta, en la tranquera. Era un placer recibirlo.

Una mañana, habíamos encerrado ganado y yo aquejado de dolores artrósicos y caminando con bastón, me vi reducido a ocuparme únicamente de abrir y cerrar el portón corredizo de la manga, para encerrar o liberar a las seis o siete vaquillonas, vacunarlas o curarlas.

En eso me gritan, “se escapa, se escapa”, yo distraído meto la mano para cerrar bien el portón que había quedado entreabierto, la vaquillona saltó para intentar escapar por la rendija y me embistió el pulgar de mi mano izquierda. Explotó como una frutilla, la sangre salpicó para todos lados. En ese momento llegaba el que ya era yerno de Gustavo, me lo crucé por el camino a casa, yo chorreando sangre sosteniendo lo que quedaba del pulgar, a parar la sangre, curarlo como pudiera.

‘“De repente me tienen que amputar”, le dije

“No te preocupes, no es nada”, y me mostró su mano derecha mocha del pulgar, cortado íntegramente hasta la muñeca. Un accidente con una limpiadora de semillas.

Allá me fui manejando al pueblo para una primera curación, y seguí hasta Montevideo a la urgencia del Americano para que me atendiera un cirujano plástico. Un sobrino medico tenia a un especialista amigo suyo esperándome. No me amputaron, la uña creció de nuevo, solo perdí un pedacito de la falange superior.

Cuando uno hereda, envejece, se jubila y reduce gastos, la plata se convierte en un quebradero de cabeza.¿dónde ponerla? Mis padres habían ahorrado en ladrillos, y lo que les sobraba lo ponían en el escritorio de un corredor de Bolsa que se había ocupado del dinero de mis abuelos y de mis bisabuelos también. Papa compraba Bonos del Tesoro, lo más seguro.

Así que yo fui la cuarta generación que marchó a la Bolsa de Montevideo, donde tenían su escritorio, a comprar bonos del tesoro.

Pasaron los años y una noche cenábamos con mis dos amigos más exitosos con el dinero. En mi opinión, los únicos que sabían hacer negocios. Hablaban de una excelente inversión que los dos tenían, y yo les presté una atención distraída. Hasta que hablaron del dueño, era Gustavo, el que desde hacía 20 años se ocupaba de mi ganado. ¡Y nunca me lo había mencionado!

Tenia un dinero parado y allá me fui a hablar con Gustavo.

-”¡Nunca me dijiste nada!”, le reproché.
Me devolvió una sonrisa episcopal.

Mis contactos de la cuarta generación de corredores de bolsa me advirtieron sobriamente que ese negocio no estaba bajo control del Banco Central, que era riesgoso.

Así que le pregunté al hijo de mi amigo finado si era una inversión segura.

-Papa siempre confió en Gustavo, siempre dejó su dinero allí, los argentinos con los que yo trabajo también han invertido. Ahora, si querés tasas de interés mayores, puedo recomendarte gente que toma inversiones para edificios en el pozo.

Me gustaba la idea de invertir en ganado. En Uruguay y no en la bolsa de Nueva York. Siete por ciento me parecía desmesurado, pero es más o menos lo que pagan los paquetes de multinacionales estadounidenses que ahora ofrece la cuarta generación, ahora absorbida por corredores globales.

Y así siguió, bucólica, mi vida rural, vaquillonas van, vaquillonas vienen. Y la ayuda siempre inestimable de los muchachos de Gustavo, que iba casando a sus hijas, le iban naciendo nietos.

Mis ultimas dos compras de ganado fueron en una estancia muy bien montada, del noreste de Florida, donde nos atendió un viejo capataz, ya jubilado. Me sorprendí cuando me dijo que pertenecía, ni mas ni menos, que al sencillo yerno de Gustavo, que apurado ya lo había hecho tres veces abuelo.

A fines de 2023, Gustavo estuvo por casa. Hablamos de sus peregrinaciones a Tierra Santa. Estaba fascinado con Israel, su modernidad, su tecnología, su agricultura milagrosa. Decía que el conflicto con los palestinos era Civilización y Barbarie, remedando a Domingo Faustino Sarmiento, que así calificó a las cruentas guerras civiles rioplatenses del siglo XIX entre caudillos y doctores.

Le mandé un ensayo que escribí sobre Las Crisis de los Monoteísmos, le aclaré que era un texto de divulgación histórica, escrito por un ateo, o un apostata, dependiendo del punto de vista.

Tiempo después, antes de un viaje, volvimos a vernos en su escritorio de Montevideo. Le pregunté si había leído mi ensayo. Torció su boca en una mueca. Obviamente no le había gustado. “Cuando vuelvas a Uruguay, lo conversamos”, me dijo.

La catedral de Florida

Volví en los primeros días de noviembre pero la fatalidad se interpuso. La conversación con Gustavo quedó pendiente. In eternum.

El jueves 28 de noviembre Gustavo se levantó antes de que despuntara el día. Era plena noche. No había podido dormir. Se levantó sin hacer ruido para no despertar a su esposa que dormía en el cuarto de al lado. Preparó el mate, tomó las llaves de su flamante Tesla y salió a la calle. No lo había guardado en el garaje. Sabía que saldría muy temprano.

Colocó la matera en el asiento del acompañante. Encendió el Tesla sin el menor ruido. Se cebó el primer mate y lentamente, en el silencio sepulcral de la noche cerrada atravesó el puente sobre el rio Santa Lucía. Tomó hacia el norte por la ruta 5, que estaba en obras. Iba a su estancia principal, la de Goñi, cerca del limite con Durazno. Puso el Requiem de Mozart. Le encantaba el Lacrimosa.

Era una noche sin luna, el campo era una boca de lobo. Salvo en algún tambo donde tintineaban unas lucecitas madrugadoras, en campaña todos dormían. Las luces de Sarandi Grande y después las de Puntas de Maciel lo espabilaron un poco. Iba en un estado de somnolencia, interrumpido por los mates, guiado por la inercia. Ese camino lo había recorrido mil veces.

Bajó del Tesla acompañado por el croar de ranas y abrió la portera. Siguió por el largo camino hacia el casco, bordeado por dos hileras de palmeras. Los dormilones de ojos colorados lo esperaban cada tanto en el camino. Los perros salieron a su encuentro. Se prendió la luz en la casa del capataz. Lo recibió en la portera del casco, con la boina apretada a su barriga.

-Buenos días don Gustavo, qué lo trae tan temprano por aquí.

-El insomnio Pancracio, el insomnio. Hace días que paso las noches en vela.

En realidad Gustavo dormía mal desde hacía meses. Desde que un pequeño competidor suyo tuvo que cesar sus pagos.

Unos días atrás había caído su competidor más grande. Gustavo entró en pánico. Anunció que se haría cargo de sus deudas, después corrigió, ayudaría a los inversores damnificados, y al día siguiente dio marcha atrás. Un papelón. Quedó regalado y sus empresas también.

Gustavo cargaba un abultado portafolios, cuando ingresó a su casa, donde tenia una gran caja fuerte. Salió al poco rato. El capataz lo esperaba al lado de la puerta, acompañado de cinco perros de tamaños y colores variados, echados a sus pies. Siguieron a Gustavo, le hicieron fiestas, le lamieron las manos, movían las colas.

-¿Ya se va patrón? Elizabeta le está preparando un desayuno.

-No me da el tiempo Pancracio. Tengo que llegar a la catedral para la misa de 7. Voy a comulgar.

Gustavo nunca llegó. Con su Tesla se metió debajo de una maquina vial que le arrancó la cabeza. Esa mañana, sus 4.200 inversores se atragantaron con el desayuno.

-“Paaaaa, Gustavo se suicidó”, me dije, cuando uno tras otro me llamaban familiares y amigos para darme la noticia. En la chacra no tengo televisión, no escucho radio, solo leo noticias..

Llamé al hijo de mi amigo. “Imposible”, me dijo, “Gustavo no se suicidó. Fue un accidente”. Me dijo que lo conocía bien, que era muy católico, que no se suicidaría. Este muchacho también era muy católico, a pesar de que su padre fuera la quinta generación de una familia de ateos y masones. Influencia de la mamá.

¿Un accidente? Raro, a pesar del insomnio, de los nervios, del julepe. Naaaaa. Le tenia una fe ciega a mi instinto, afinado a lo largo de los años.

El hijo de mi amigo me informó que esa noche lo velaban en su casa, y que al día siguiente se celebraba una misa de cuerpo presente en la catedral de Florida.

Descarté manejar de noche por la ruta 5, pero me dije que casi 20 años de negocios ganaderos requerían mi presencia en la misa, y mi curiosidad, una desviación profesional, la requería también. Gustavo me caía bien, y me daba mucha pena su yerno, con todo lo que se le venia encima. Yo tenia que asistir a esa puesta en escena cargada de suspens.

Así que salí temprano de la chacra dirigido por el Waze, porque de ninguna manera habría tomado la ruta 5, ahora asombrada. El camino por los pueblos estaba todo en obras. Llegué a Florida cuando sonaban las campanadas del mediodía. Estacioné a tres cuadras y apoyado en mi bastón llegué al templo. No cabía un alfiler. Todo Florida estaba recogido en su interior. Todo el departamento. Abundaban las bombachas finas. Oficiaban diez curas, un coro cantaba. Sin duda Gustavo era un prominente y devoto católico, un ciudadano ilustre. Los fieles y el publico aparecían compungidos, quizás rogaban para que sus peores presentimientos no se realizaran.

En el sermón me enteré que Gustavo era de comunión diaria, que formaba parte del equipo de catequesis, que los viajes a Tierra Santa eran organizados por el párroco colombiano de la catedral. Hice la cola frente al primer banco, ocupado por la familia. El yerno me miró sorprendido, me acerqué, lo tome del cuello y le di un fuerte abrazo. “Después hablamos”, le dije.

En el atrio, encontré a varios de los muchachos del escritorio, preocupados por su fuente de trabajo, y al hijo de mi amigo, enfundado en sus bombachas de siempre y calzando alpargatas. La noche anterior había estado en el velorio.

-“Estaba todo el Opus en la misa”, le dije

-“Gustavo no era del Opus”, me corrigió. “Ninguno de esos sacerdotes era de la obra”.

Mi conclusión fue apresurada, inspirada en el conservadurismo extremo de Gustavo, y también por los negocios oscuros que sin duda había emprendido.

El hijo de mi amigo fallecido lo descartaba. estimaba que el negocio de Gustavo era solido, aunque me advirtió que “nadie sobrevive a una corrida, ni el mejor de los bancos.”.

Me sorprendió cuando me dijo que el cortejo saldría en un rato hasta el cementerio, donde seria cremado. ¿Un católico devoto cremado? ¿Y la Resurrección de los muertos?

Cuando le subrayé la contradicción, el muchacho me dijo que sin duda quería que enterraran sus cenizas en Tierra Santa. ¿A costa de perderse el mas grandioso espectáculo anunciado por Cristo?
Me llamó la atención la defensa cerrada que hacía el hijo de mi amigo, y como estaba al tanto de todo lo que ocurría. Igual no me convenció.

Me volví a la chacra rumiando los trágicos sucesos de los últimos dos días. Seguro que fue suicidio, todo se caía.

Bajo la presión de desesperados inversores que querían retirar su capital, o al menos cobrar los intereses, la empresa cesó los pagos en enero. Con llamadas impertinentes yo interrumpía las vacaciones puntaesteñas del hijo de mi amigo.

-“Llamala a la esposa, a Daniela, que era su mano derecha”.

Decidí llamarla. Mi contrato vencía el primero de febrero, yo viajaba al extranjero unos días antes, y quería información de primera mano. A punto de viajar, la llamé. Me presenté recordándole a nuestro común amigo, y después de las sentidas condolencias, le pedí una cita.

-Vengase a Florida.
-Viajo en tres días señora, voy a estar en Montevideo, querría ver al socio de Gustavo, allá.
-No, vengase a Florida.

Accedí,. A la mañana siguiente iría a Florida. Tenia gran curiosidad en conocerla. Era un personaje fundamental en la tragedia. Pero la artrosis me estaba matando, mi radio de desplazamiento era mínimo, así que optando por la prudencia, llamé a la administradora de Florida, le expliqué la situación y me arregló una entrevista con el socio.

El personaje me sorprendió. Caminaba con dificultad, la cara surcada de arrugas, una expresión patibularia. Seguramente él tampoco dormía. Me confesó la enorme corrida. Le echaba toda la culpa a Gustavo. Él ignoraba el estado de las cuentas. Él no firmaba los cheques. El solo se ocupaba de las 100.000 hectáreas, de las 100.000 cabezas de ganado. Él no estaba al tanto de nada, a pesar de haber sido socio fundador 25 años atrás!!!. Con esa cara de poker, no era creíble la historia del angelito caído del cielo. Caído nada menos que en un esplendido apartamento en Madrid, para disfrutarlo con su esposa copetuda.

-“Estamos jodidos”, concluí.

Cómo lamenté no haber visto a la esposa. Quizás me perdí al personaje fundamental, para desentrañar el enigma de Gustavo. ¿Seria una especie de Lady Macbeth, ambiciosa, angurrienta, que empujaba a su abnegado marido a ganar mas y mas plata, a multiplicar los negocios, a enriquecerse a costa de los engrupidos? ¿O era la sacrificada esposa de un empresario desaforado, megalómano, que quería fundar un linaje de millonarios? Y ahora, convertido en chivo expiatorio.

¿Y el catolicismo de Gustavo? ¿De allí le venia la suavidad en el trato, su serenidad virtuosa, su cara de obispo? ¿le vendría de una vida consagrada?, ¿sería célibe en el matrimonio? ¿o emularía a aquel arzobispo Marcinkus, que desviaba la plata de las buenas obras del Vaticano? ¿No sería todo pantomima, ese misticismo, para embaucar a los incautos, como yo?

La verdad que no lo creo, porque lo pagó con su vida. No dejaría ensartadas a su esposa, mas allá de lo que fuera la realidad de su intimidad, y mucho menos a sus dos hijas, a sus yernos, a sus nietos, por más fortunas escondidas que les legara. Yo creo que Gustavo era como un loco de Dios, descontrolado pero virtuoso. No pudo soportar el mal que hizo, que fue mucho, los miles de damnificados, la diócesis de Canelones fundida, las hermanitas Esclavas del Sagrado Corazon sin un mango, sus amigos, la gente que más quería que lo respetase, desvalijada. Y tuvo la delicadeza de no dejarle un espectáculo atroz a su esposa, a sus hijas. ¿Qué mejor que un accidente simulado, siempre quedaría la duda, y una cabeza arrancada, vista únicamente de socorristas y policías? Gustavo fue delicado, hasta en su muerte. Esto es lo coherente.

Aunque la realidad no siempre coincide con las apariencias. De repente, se creía un Mandrake, un prestidigitador de los cheques, sacaba de un lado para meter en otro, como me dijo uno de sus muchachos. Pensaba que podía crear un imperio ganadero, cientos de miles de hectáreas, cientos de miles de cabezas de ganado, frigoríficos, carne stradivarius para los ricos del planeta, convertirse en el papa de la proteína animal premium, todo por la gracia del Espíritu Santo.

Pero el Masseratti de 160.000 dólares que le regaló a Daniela revela soberbia, un pecado capital ¿suyo o de la señora? ¿O de los dos? Las cuentas en paraísos fiscales no denotan santidad. Y quién sabe si todo esto no es mas que la punta del iceberg… La caja fuerte de Goñi sin duda ya esta vacía.

¿Y si el muerto en el Tesla fuera otro? ¿Y si Gustavo sigue vivo, con otra identidad, encerrado en el monasterio de Santa Catalina en el Sinaí, o para mejor despistar, en una ermita del Monte Athos, colgada de una escarpada ladera, arrullado por el murmullo del mar Egeo acariciando las rocas?

Con el paso del tiempo, las especulaciones nos transportan a la crónica roja. ¿Lo habrían asesinado? ¿Se lo habrían llevado secuestrado al Paraguay unos narcos para recuperar su plata?

De todas maneras, tremendo contraste entre el obispo y el patibulario. Este echándole todas las culpas a su ex socio muerto. Y con el tupé de decir que seguramente algunos de los damnificados terminarán siendo sus deudores.

Las grandes víctimas de esta historia no son las esclavas del Sagrado Corazon, ni el párroco colombiano de la Catedral de Florida. Son los obreros de los frigoríficos que perdieron sus fuentes de trabajo, los peones que quedaron sin jornales y sin comida, y algún viejo choto que puso todos sus ahorros en manos de Gustavo y el otro.

Ahora todos sabían, el hijo de mi amigo también. Y nos aleccionan.

-¿Cómo podían pagar un interés fijo y tan alto cuando el negocio ganadero no da eso, ni por las chapas, y ademas siempre hay imprevistos, sequías, inundaciones, cambio climático, abigeato, aftosa, la mancha, el carbunclo, las bicheras.

Durante 25 años, nadie dijo nada, ni el Banco Central, ni la Dirección General Impositiva, ni la bolsa, ni los sucesivos gobiernos, ni la prensa. Porque los negocios rurales están sumergidos en la informalidad. Cada uno hace todo lo necesario para multiplicar sus ganancias, eludir impuestos. Transacciones y trabajo en negro. La impunidad campea. Y está lleno de belinunes crédulos en las triquiñuelas de nuestros paisanos. Si no, pregúntenselo al patibulario.

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